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lunes, 10 de noviembre de 2014

Rojo: el autoproclamado rey Alobio

Capítulo V
El autoproclamado rey Alobio

Con muchos sátiros, jóvenes irreverentes, vándalos y alguno que otro mercenario, Alobio centró sus actividades en hacerles favor a varias familias del pequeño pueblo de Caratope, a cambio de nada, en principio. Se distinguió enseguida como un líder y emprendió en más de una oportunidad varias campañas de ataques contra tribus vecinas, logrando el éxito y colocando todo el botín en medio del pueblo para repartir con todos. Eso gustaba mucho a los pobladores, de quienes se ganaba el aprecio, sin conocer los mismos que tras ese tesoro Alobio destruía a todos los que no aceptaban el pago de tributos impuestos por el mismo en forma arbitraria.
Poco a poco formó un ejército y de ese modo no existió nadie que le hiciera frente de ningún modo. Luego, mandó, a través de serviles y simpatizantes, que se reuniera al pueblo para debatir la posibilidad de elección de un gobernante, pero grande se sorprendió  cuando sus viles secuaces, esbirros, usureros, prostitutas y rastreros acompañantes lo erigieron por unanimidad como rey.
Rey Alobio...!!!, por aclamación y de ese modo, las atrocidades comenzaban una época propicia para los que con él comulgaban esa profesión de robo, destrucción y salvajismo.
La ciudad pronto fue reestructurándose y creció bastante. Fortalecieron todo ese crecimiento las alianzas formadas con la ciudad vecina de Blacres, un poblado pacífico de trabajo, arte y música, y además, con la ciudad también vecina de Norast. Ésta última contaba con un ejército formado, con armas, caballos y mucha historia, por lo que la alianza fue muy estratégica por parte del rey Alobio.
Las promesas de evitar conflictos entre las mismas, fortalecerse del mismo modo, ayudándose y generando beneficios para los pobladores, hizo apetecible para todos la conformación de esas alianzas, y Norast había soportado durante años diferentes guerras, por lo que por fin lograr la paz con un vecino peligroso, era bastante conveniente.
Se conformó un triunvirato, siempre reunido en Caratope, y presidido por el rey Alobio. Los hermanos Sasterien y Lenstien fueron conjuntamente los designados por su padre el Rey de Norast para conformar ese triunvirato, y el rey Alobio los mimaba a ambos, dándole todos los gustos, fiestas abundantes y de ese modo, hacía de los mismos lo que quería. Los hermanos no tenían valor ni condiciones, eran pueriles e ingenuos y le gustaba saborear de los placeres más bajos, por lo que se organizaban banquetes abundantes, extensos, donde dos o tres mujeres no se les despegaban en toda la noche, exprimiéndoles a ambos hasta lo último del jugo del amor, e igual tratamiento tenía el representante de Blacres, hombre melancólico, más culto y apasionado por la música, pero ello no fue óbice para exigirle al rey Alobio dos o tres doncellas al día, pues quería experimentar profusamente sobre la sexualidad, rompiendo en más de una oportunidad horas y horas de penetraciones nocturnas, desvergonzadas y ante el público.
El rey Alobio disfrutaba todo aquello, y era perverso en esas diligencias. Hacía lo propio para mantener a sus aliados con las expectativas de atracciones divertidas y escandalosas a cada momento, pero a la vez, también él escarbaba sus propios deseos y procuraba llenar su sed con las dulzuras dadas por expertas damas, oficiosas en el ámbito de las confidencias.
Por otro lado, no tan estratega como Rojo, el rey Alobio formó su ejército y exterminaba a todas las pequeñas tribus que se instalaban en lo que él denominaba sus límites territoriales. 
Exigía el pago de tributos, y cuando ya nadie podía pagar, entonces mandaba a sus destructores, quienes en forma abrupta degollaban a cualquiera que se les cruzaba, y violaban a las mujeres una y otra vez, antes de matarlas. A los niños y a las niñas encerraban en jaulas y los enviaban como esclavos y todas las pertenencias de los mismos traían como botín, que por supuesto, para esa época ya no repartían a nadie, acrecentando de ese modo las riquezas del rey.
Pronto, toda la destrucción sembrada por el rey Alobio hizo incluso temer a sus aliados, quienes jamás objetaron sus métodos y reforzaban los acuerdos, a fin de perdurar la paz entre los mismos, lo que en definitiva les convenía totalmente.
La mancha roja que veía con poca atención el rey Alobio en un principio y luego se fue convirtiendo en algo cada vez más preocupante tenía nombre. Lo que Rojo comenzó de la nada, de pronto se vislumbraba con más trascendencia entre los comentarios de los jefes del ejército, en la corte y entre los mismos aliados. Podría temérseles, cabría considerarlos como un peligro, cuántos eran, tenían ejército.
Pasaba el tiempo y las preguntas azotaban con más fuerza cada día. Muchos sostenían que no representaban ningún peligro, agricultores que a nadie molestaban. Otros, justamente por eso, exigían que paguen los impuestos como todos, pues esa región, si bien bastante alejada de la ciudad de Caratope, también formaba parte de los límites territoriales del rey Alobio.
El rey no tenía bien claro lo que haría con los mismos, pensaba y luego se ocupaba de organizar algún banquete con sus seguidores, y extasiado de eso, pues pasaban meses celebrando, olvidan dicha preocupación, hasta que volvía el tema al tapete.
Pero un día fue sorprendido por el mismo Rojo. 
Rojo se llegó hasta el castillo del rey Alobio y pidió audiencia, y de inmediato Alobio en persona salió a recibirlo, preguntándole a renglón seguido a qué se debía esa inesperada y extraordinaria visita. Rojo no dudó mucho en ir al grano y le manifestó su preocupación por su pequeño pueblo, rogándole que no inicie ninguna campaña de guerra contra los mismos, quienes no eran luchadores ni guerreros, solamente agricultores y ganaderos, trabajadores y hombres y mujeres aldeanos, que no molestaban a nadie. El rey lo miró fijamente y luego miró al techo, bajó de nuevo su mirada y se halló que sus aliados estaban al pendiente perfectamente de lo que se oyó por parte del que con ruegos venía. 
Así que endureció el corazón y su frente se ciñó, estiró la mano hacia su interlocutor y le dijo que olvidaba algo. Rojo sabía lo que el rey le diría, estaba muy al tanto de lo que acontecía y además no venía realmente a rogar ni a pedir piedad. Solo era una estrategia más dentro de las muchas que poseía.
El rey Alobio con voz fuerte, levantándose de una y dándole la espalda en forma metódica al visitante, le dijo en términos claros que olvidó todo lo referente a los impuestos, que todos en su territorio pagan tributos y que esa obligación, ni siquiera él tiene la potestad de eximirle a nadie, pues todos están obligados del mismo modo.
Rojo sonrió y replicó al rey, diciéndole con respeto, que ellos no formaban parte del territorio del rey, a lo que sucedió un silencio sacramental. El clima se tornó denso. Nadia habló por unos instantes. El rey volteó y nuevamente de frente a Rojo le dijo que lo que había dicho no se ajustaba a la realidad, y que allí terminaba la audiencia. Se retiró muy confundido.
Rojo celebró lo que hizo, pues tomó un amplio conocimiento de toda la organización interna del rey, de sus guardaespaldas y la seguridad, de sus aliados, de los dependientes y esclavos y otras cuestiones.
El rey por su parte, no pudo dormir varios días y ni una mujer podía lograr que se calmara sus graves preocupaciones. Finalmente decidió con los ojos coléricos, sin dormir de varios días, declarar la guerra a Rojo.







                                 
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