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martes, 28 de octubre de 2014

Rojo: El muro

Capítulo IV
El muro
Rojo contemplaba los trabajos realizados y veía el crecimiento de las obras convencido que ellas permitirían resistir cualquier ataque. La comarca tenía de por sí una ubicación natural privilegiada con una protección única del lado del río, pues los acantilados eran tremendas trampas mortales y no permitían acceso alguno por ese sector. Del este, prácticamente se habían abiertos zanjas enormes, se plantaron miles de árboles y enredaderas de las más tupidas, haciendo imposible el tránsito por esa zona. Solo unos pocos conocían algunos de los escasísimos senderos para el caso que tuvieran que huir de la ciudad. Pero el paso, incluso en esas sendas era muy peligroso y solo se podía hacer de a pie.
Era un orgullo para los pobladores lo que habían hecho del lado este, en cuanto a los grandes humedales y esas malezas y enredaderas con grandes y temibles espinas, imposibles de sobrepasar. Pero más orgullosos estaban del flanco oeste, pues la muralla perimetral estaba por sobre las rocas que bordean desde el río hacia el sur, por lo que elevar las murallas por encima de esas protecciones naturales mostraba la majestuosidad de su trabajo y dedicación. Tampoco existían accesos por ese lado. Nadie tenía la capacidad de traspasar esos muros, pues la altura misma de las colinas de piedra más el muro perimetral hacían imposible escalarlos.
El acceso principal se encontraba por ese lado oeste, un estrecho emboscado muy largo, perfecto para evitar un ataque de ese frente. Entre bosques y una pequeña brecha existente entre las rocas que provenían prácticamente en forma perimetral del río se abría una línea que lo utilizaban a veces como entrada y salida. Todo aquel que quisiera ingresar a la ciudad, de los muy pocos que lo habrían hecho, debían pasar varios kilómetros por el bosque muy espeso y la silueta de la senda era muy angosta, que únicamente permitía el paso de una carreta. Tránsito lento, pues la senda era perfectamente accidentada.
Luego antes de llegar a la puerta principal, un claro de unos 40 o 60 metros, donde se observaba con albor la angosta puerta ubicada exactamente entre el enorme muro. Tampoco tenía alguna altura dicho pórtico.
El muro que iniciaba desde el río, lado oeste de la ciudad, se asentaba sobre una colina también elevada, que iba perdiendo altura desde el norte, ubicación del río, hacia el sur. Pero a medida que la elevación natural perdía eminencia, la muralla creada por las manos emprendedoras de todos los pobladores, a través de piedra tras piedra, adquiría nuevamente un montículo infranqueable.
Lo más interesante de esas estructuras es que aún con muchos años de labor incansable, Rojo nunca se limitó a cargar una y otra vez otra hilera al muro, haciéndolo también indestructible, ante cualquier ataque de cañones u similares. El atalaya así tenía vista preferencial y fueron varios de los mejores arqueros puestos en esas franjas.
Primero de ese lado la ciudad contó con un muro de unos 60 centímetros, que años más tarde ya llegaba a 6 metros de espesor, lo que demostraba el temor que tenían sus creadores en cuanto a los ataques enemigos. La muralla sobre pasaba la puerta, y luego seguía hacia el sur.
Al sur seguía otro tipo de elevación natural, más empinados bosques, con protecciones esporádicas que creyó prudente Rojo reforzarlas. Las grandes plantaciones y parte de toda la ganadería se ubicaba en esas zonas de alta producción, por lo que sabía que teniendo protección por el lado oeste, norte y este, prácticamente el sur podía reforzar con murallas de piedras, bosques impasables y humedales provistos de muchos animales salvajes.
Rojo una vez intentó avanzar lo más posible hacia el sur, para conocer toda esa extensión, pero no pudo hacerlo. Al sexto día, en caballo, tuvo que abandonar el emprendimiento pues las montañas cada vez más empinadas le impedían. Descubrió así que la ubicación del poblado era inmejorable, pues ningún ejército de ese lado podría pasar por dichas montañas.

El muro fue avistado en varias oportunidades por los exploradores del rey Alobio. Al principio no se preocupaba por dichas construcciones, dándole la más mínima importancia al asunto. Con el tiempo sin embargo comprendió que los mismos se defenderían de futuros ataques, por lo que tampoco le dio mucha relevancia a la cuestión. No eran peligro para él, explicaba a su ejército, dado que eran defensas y no de combate. 






                                 
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