Capítulo X
La invitación
Alobio y Rojo en muchas oportunidades
se vieron la cara, y muchas veces intercambiaron palabras, amenazas, y
propuestas, pero nunca llegaron a nada definitivo. Rojo siempre fue prudente,
pues sabía que necesitaba mucho tiempo para asegurar su ciudad, armar los muros
y fortalecerlos para soportar cualquier tipo de ataque, y crear su ejército,
que sabía siempre sería inferior en número, por lo que era necesario que sea
superior en la batalla.
Por su parte Alobio solo consideraba
a Rojo como un estorbo más, una pequeña tribu de insignificantes rebeldes que
se negaban a contribuir con su reino, que se hacía supuestamente de autónomos e
independientes y que por ello nada debían en cuanto a tributos. Pero lo que
Alobio no se percató durante los años y años que sucedieron, es que esa pequeña
aldea de Rojo creció, se estableció, se amuralló, y se armó hasta los dientes.
Realmente pasó el tiempo y nunca Alobio tampoco pudo obtener datos precisos de
lo que allá acontecía, pues enviaba a un pequeño contingente de su caballería y
no regresaban, o enviaba a unos 20 o 30 soldados de a pie, para investigar y
ver qué se hacía tras los muros y no retornaba ni uno solo y si otro grupo iba
a ver qué le pasó al primer grupo, pues tampoco volvía. Y en eso Rojo tenía a
los 50, un grupo selecto de hombres y mujeres que eran expertos en la lucha,
sigilosos al punto que no se les oía y de muchísimos recursos en la batalla.
También Doni Rojo, cuando salía de cacería y se encontraba con un grupo así, él
solo y sin necesidad de ayuda eliminaba a todo el batallón.
Esto comenzó a preocupar a Alobio,
por lo que envió un obsequio muy valioso, más unos caballos –pues sabía que
Rojo no contaba ni con muchos caballos, ni armas y carecía de muchas cosas
más-, además de 3 hermosas doncellas que guiaban la carreta, pues sabía que si
enviaba hombres esos morirían, pues Rojo ni rehenes tomaba.
Efectivamente el truco tuvo sus
resultados y fueron bienvenidas las damas y nada se les hizo a las mismas.
Éstas vieron el pueblo y lo que ello significaba, y rogaron para quedarse,
petición que fue aceptada. Alobio enviaba una invitación a Rojo a su castillo o
incluso, que si fuese necesario el mismo Alobio vendía a la residencia de Rojo,
pues quería tratar temas referentes a las alianzas existentes y las posibles.
Rojo pensó mucho en la invitación y la aceptó.
Dijo a Doni Rojo que se preparara y
éste así lo hizo.
Emprendieron su viaje ni bien unos
días después de llegada la invitación y cabalgaron hasta los dominios de Alobio
acompañados por los 50. Unos kilómetros antes de la ciudad, se detuvieron,
bajaron de sus enormes caballos y dieron las directrices al grupo de los 50
para que esperaran allí, que regresaría al día siguiente. El grupo de los 50
acató la orden.
Doni Rojo y su padre caminaron hasta
llegar frente al castillo de Alobio. Allí solicitaron audiencias a los enormes
guardias que se encontraban en la puerta, quienes no dudaron en atacarlos. Doni
Rojo a los 8 que pretendieron prenderle los derribó rápidamente, pero no mató a
ninguno. Los demás, más astutos, corrieron a avisar de la presencia de los
visitantes, que hasta ese momento ni habían siquiera mencionado quienes eran,
sino que fueron atacados sin más. Alobio no sabía tampoco quién o quiénes
osaban audiencia sin previo aviso ni invitación alguna, pero le molía la
curiosidad, además que siempre se destacó por su atención privilegiada y halagadora
a cuál extranjero rondase por la zona, para extraerle toda la información
posible. Por ello, rápidamente ordenó que los citados pasen.
Al verlos de lejos ya conoció a los
mismos y sabía de quienes se trataba, por lo que presurosamente ordenó a sus
dependientes que preparen la mesa, y que se alejen los guardias, pues si bien
temía de Doni Rojo, tremendo guerrero y enorme luchador, sabía que su padre era
un hombre de principios y valores y que si aceptó su invitación habrá sido por
alguna buena razón.
Bienvenidos mis amigos, exclamó a
gran voz Alobio, mi techo es el techo de ustedes, agregó. Rojo lo miró
seriamente y Doni Rojo, bueno Doni Rojo no tenía otra semblante que el de un
feroz guerrero, y daba mucho miedo estar a 5 metros de él, y pavor estar a
menos de esa distancia. Rojo habló y manifestó a Alobio que aceptó con interés
la invitación cursada, a lo que Alobio comenzó a balbucear muchas cosas,
expresándoles durante horas lo bueno de sus alianzas con los demás pueblos de
la región, de lo productivo de su tierra y su gente, de su ejército y de sus
proyectos y finalmente, encaró a los dos visitantes diciéndoles que debían
formar parte de la unión, dado que los romanos hacía tiempo estaban
conquistando cuando pueblo está a su alcance y por el otro lado, los germanos y
los bárbaros cada día se hacen más y más poderosos y también querrán estas
tierras. Rojo escuchó, pero más que todo tomó muy en cuenta las entradas y
salidas del castillo, la guardia, el ejército, los caballos, armas y cuanto
dato sea relevante.
Pasadas las horas, anocheció y se
formó una fiesta importante. Los Rojos estuvieron solamente unas horas y luego
se retiraron. Alobio les ofreció como 20 mujeres pero ellos rechazaron a todas,
manifestando que se les estaba prohibido llegarse a otra mujer que no fuera su
esposa. El rey Alobio insistió otras 20 veces más, e incluso envió a varias a
los aposentos de éstos cuando dormían, pero no tuvo éxito alguno.
Al día siguiente, bien temprano Rojo
y su hijo se despidieron de cuanto ser estuviese despierto, que por cierto no
pasaban de 3 o 4 guardias y miembros de la corte. Era más que evidente que las
tertulias acababan con todos ahí y nadie sobrevivía o despertaba sino hasta la
tarde. No se preocuparon los visitantes de protocolo alguno y tomaron bien en
cuenta lo acontecido.